ARTHUR GAMONEDA
Bruno Marcos
Una literatura decantada, purificada hasta tomar el pulso de lo que no tiene pulso, una de las pocas obras que nos hace pensar que la poesía, hoy, sigue viva. Antonio Gamoneda, como una pesadilla, como un fogonazo de lucidez que nos ciega en medio de la escenografía general que nos sirve para espantar la verdad.
Ha dejado dicho él que su literatura son todas las cosas reflejadas en el espejo de la muerte, como si fuera necesario recalcar, en esta Belle Époque en la que vivimos, que aún somos grávidos.
La narcosis masiva que nos fabricamos no es nueva, como tampoco es nueva la rebeldía de construir un árbol de palabras cuando no sólo el limbo sino el mismo cielo han sido clausurados. ¿Para qué la literatura? ¿Para construir la verdad? ¿Para dejar fe de que hemos sido cegados por la luz? El problema de nuestro tiempo parece ser que no nos atrevemos a mirar fijamente a lo que somos, que trocamos nuestro horizonte del pasado al futuro pero que seguimos fantaseando.
Dudo que esta amnesia sea nueva. Al leer a Gamoneda tenemos la sensación de haber despertado de ella, de salir del reino de Morfeo al desierto del mundo real, donde los señuelos caen como títeres de oropel cuyos hilos han sido cortados por la tijera de la nada. Sin embargo esa esencialidad del desierto, esa poesía desnuda con la que se construye su imagen lo vuelve prístino y lo funda como materia.
Ante la concesión del premio Reina Sofía contesta –magistral- que lo agradece pero que no se excita, porque seguramente medita en que la sociedad valora su aventura como la de un Robinsón Crusoe, la admira, pero no está dispuesta a embarcarse en ella. Ante tanta gestión de la ansiedad disfrazada de gestión de la cultura, ante el disfraz metafísico de la fama él se mantiene fláccido, también cuando la estatua que desfila es la suya propia.
Algunas veces uno piensa que haberle conocido ha sido una fatalidad, que, quizá, sin saber de su vecindad, que, en nuestra ciudad, las palabras iban urdiendo una línea tan afilada hacia lo que no queremos pensar, pudiéramos haber vivido distraídos, como el tonto feliz del que hablara Quevedo, aquel que de todo lo que ignoraba se aprovechaba, que se dilataba cuanto más se estrechaba. No lo creo.
No sé quién, para criticarlo, ponía en boca suya algo así como este reproche: “¿Pero cómo pueden escribir así si saben que se van a morir?”. Y es cierto, ¿cómo podemos vivir así si sabemos que nos vamos a morir? Muchos de los que hablan de él ahora citan a Arthur Rimbaud. ¿Es posible?¿Rimbaud anciano?¿Ese tontuelo que pasó una temporada en el infierno y no quiso nunca más saber nada de la poesía pudiera haber desembocado en un Gamoneda? Quizás. No en vano, moribundo, con la pierna podrida, en la cama de un hospital de Marsella escribió Arthur a su hermana: “¿Para qué vivimos?”.
Una literatura decantada, purificada hasta tomar el pulso de lo que no tiene pulso, una de las pocas obras que nos hace pensar que la poesía, hoy, sigue viva. Antonio Gamoneda, como una pesadilla, como un fogonazo de lucidez que nos ciega en medio de la escenografía general que nos sirve para espantar la verdad.
Ha dejado dicho él que su literatura son todas las cosas reflejadas en el espejo de la muerte, como si fuera necesario recalcar, en esta Belle Époque en la que vivimos, que aún somos grávidos.
La narcosis masiva que nos fabricamos no es nueva, como tampoco es nueva la rebeldía de construir un árbol de palabras cuando no sólo el limbo sino el mismo cielo han sido clausurados. ¿Para qué la literatura? ¿Para construir la verdad? ¿Para dejar fe de que hemos sido cegados por la luz? El problema de nuestro tiempo parece ser que no nos atrevemos a mirar fijamente a lo que somos, que trocamos nuestro horizonte del pasado al futuro pero que seguimos fantaseando.
Dudo que esta amnesia sea nueva. Al leer a Gamoneda tenemos la sensación de haber despertado de ella, de salir del reino de Morfeo al desierto del mundo real, donde los señuelos caen como títeres de oropel cuyos hilos han sido cortados por la tijera de la nada. Sin embargo esa esencialidad del desierto, esa poesía desnuda con la que se construye su imagen lo vuelve prístino y lo funda como materia.
Ante la concesión del premio Reina Sofía contesta –magistral- que lo agradece pero que no se excita, porque seguramente medita en que la sociedad valora su aventura como la de un Robinsón Crusoe, la admira, pero no está dispuesta a embarcarse en ella. Ante tanta gestión de la ansiedad disfrazada de gestión de la cultura, ante el disfraz metafísico de la fama él se mantiene fláccido, también cuando la estatua que desfila es la suya propia.
Algunas veces uno piensa que haberle conocido ha sido una fatalidad, que, quizá, sin saber de su vecindad, que, en nuestra ciudad, las palabras iban urdiendo una línea tan afilada hacia lo que no queremos pensar, pudiéramos haber vivido distraídos, como el tonto feliz del que hablara Quevedo, aquel que de todo lo que ignoraba se aprovechaba, que se dilataba cuanto más se estrechaba. No lo creo.
No sé quién, para criticarlo, ponía en boca suya algo así como este reproche: “¿Pero cómo pueden escribir así si saben que se van a morir?”. Y es cierto, ¿cómo podemos vivir así si sabemos que nos vamos a morir? Muchos de los que hablan de él ahora citan a Arthur Rimbaud. ¿Es posible?¿Rimbaud anciano?¿Ese tontuelo que pasó una temporada en el infierno y no quiso nunca más saber nada de la poesía pudiera haber desembocado en un Gamoneda? Quizás. No en vano, moribundo, con la pierna podrida, en la cama de un hospital de Marsella escribió Arthur a su hermana: “¿Para qué vivimos?”.
3 Comments:
solamente los que les sobra el dinero son los que le restan importancia a éste.
No pasará lo mismo con los premios de Gamoneda?
No sé si le importará los premios pero si ha sabido arrimarse al ascua que más calienta sin quemarse
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